El día que me llamaron Omar

Veo, veo.
Desde abajo veo, en el espejo del cuarto de baño, lo justo como para ver mis ojos, y mis orejas, y mi pelo. No veo mi boca, ni mi nariz y a decir verdad tampoco veo enteras mis orejas. Todavía no tengo lunares en la parte izquierda de la cara, ni esa mancha en el verde de mi ojo, ni ojeras de panda. Me quedo mirando el reflejo, parpadeo y vuelvo a mirar el reflejo. Salgo a la cocina en busca de un taburete dispuesto a ver más del reflejo. Al volver al cuarto de baño coloco el taburete y me subo de pie en él.
Veo, veo.
Desde arriba veo mi cuerpo. Me da igual mi cuerpo, es algo secundario. Presto atención en mi cara, no en mi cabeza. Me paro a pensar que es así lo que ve la gente cuando me mira, y que es así lo que veo cuando me encuentro ajeno al reflejo. Mientras miro al reflejo lloro. Me veo llorar desde arriba.
Hoy estoy escribiendo de forma pesada, pido disculpas y me permito el permiso.
Bajo del taburete con la visión borrosa por las lágrimas y voy hacía la toalla. Devuelvo el taburete a la cocina. La casa está en silencio. Voy a mi habitación y juego en la cama con mis peluches. Tengo tres peluches. Los tres peluches son de monos, me gustan los monos. Uno de los peluches tiene unos calzoncillos de cuadros -rojos y azules-, otro tiene un plátano entre las manos y del tercero no me acuerdo bien. Son suaves y me siento en paz.
Mi padre entra en la habitación y me pide que deje los peluches que tengo que crecer y dejar los juguetes. Le obedezco y dejo mis billetes hacía mi calma interna. Aunque me moleste no me enfado con mi padre, él solo quiere prepararme para la vida de mierda que le espera a la mayoría.
Estudiamos historia con unas connotaciones de distanciamiento que nos crean una falsa perspectiva de la realidad, pero eso a mis peluches les da igual. Y a mi también, no seré yo quien trague mierda voluntariamente.
Salgo de la habitación y busco a mi madre, en ella también encuentro la paz. Está en la cocina, debido a la cultura-social patriarcal, la cual se hace, inconscientemente, patente en mi casa donde mi padre trae la mayor parte del dinero a casa y mi madre se encarga de administrarlo y trabajar en la casa para que no se nos caiga encima. Todo esto no lo veo, me faltan ojos para verlo. No son malos, creo.
En el parque de enfrente se oyen voces pero estoy demasiado bien en casa como para salir. Llaman a la puerta y mi madre abre, me llama y vuelve a la cocina. Cuando llego a la puerta veo que allí están Luis, los dos Davides y Jose Manuel. Después de poner mala cara y mentir a cerca de mi estado de salud cierro la puerta y vuelvo a mi habitación con los tres simios.
Veo, veo.
Desde la lejanía veo aquellos días. Días en los que vivía y no en los que sobrevivía. Buenos días, pasados, como todo lo bueno y que, gracias a que son pasado, se vuelven presentes en la mente a través del recuerdo. Y, aunque están en el recuerdo, los veo lejos, lejos como el día en el que me llamaron Omar.